Teniendo en cuenta que hace tiempo que crucé el “mezzo del cammin di nostra
vita” y el éxito nulo que alcanzaron los escasos textos que di a la estampa,
creo que ha llegado el momento de aclarar determinadas cosas que hasta ahora he
mantenido en el más absoluto secreto, si exceptuamos la ocasión en que, tras
una cena regada más de lo conveniente con buen rioja y otras bebidas espirituosas,
las comuniqué a los comensales, que afortunadamente las tomaron por dislates de
un borracho.
Adelanto que a muchos lo que voy a decir les recordará un viejo cuento de
Mark Twain, lo que no quita un ápice de verdad al asunto. Creo que fue Wilde el
que dijo aquello de que la naturaleza imita al arte. La naturaleza o la
realidad, tanto da.
Veamos. Comenzaré por lo que debería ser la conclusión o parte de ella: yo
no soy yo.
En seguida me explico.
Nací el 14 de diciembre de 1952 en la ciudad suiza de Constanza. Mi padre
era relojero. Mi madre, maestra en un kindergarten. Lecturas de Stevenson y
Melville junto al gran lago despertaron en mí la nostalgia del mar que nunca
había conocido. En 1975, cuando acababa de cumplir veintitrés años, mis padres
murieron en un accidente de tráfico. Vendí la relojería y me dirigí al norte.
En Den Helder, ciudad de la costa holandesa, embarqué en un bacaladero. A los
tres meses, una avería en el motor nos obligó a recalar en Reykjavík, donde
conocí a una chica, Hildur, que me llevó a vivir a una comuna hippie. Hildur
tenía una niña, conocida hoy como Björk, que se llevaba todo el día berreando
¿canciones? y soplando una flauta. Sus padres alentaban las aficiones musicales
de la mocosa. Una vez les comenté, de broma, que podía dedicarse a sustituir a
las sirenas... de los barcos... por el ruido que hacía. Creo que me equivoqué.
La verdad es que nunca he sido un melómano. Napoleón sólo me cae bien por su
afirmación, apócrifa o no, de que la música es el menos molesto de los ruidos.
El caso es que mis desafortunados comentarios me obligaron a abandonar la
comuna. Volví a viajar hacia el sur. Esta vez de camarero en un barco de
pasaje. Allí me lié de gigoló con una vieja francesa, M.C.H., que no estaba
nada mal. Y quien lo ponga en duda sólo tiene que fijarse en Cher o en Sofía
Loren.
Los que conozcan más o menos bien a Félix Morales Prado, que firma este
libro, dirán: todo esto es mentira. Yo conozco a Félix. Nació en Sevilla. Vivió
su infancia en Punta Umbría. Estudió el bachillerato en Huelva, después en
Aracena, y estuvo en la Universidad Hispalense cursando Filología. Y hasta aquí
llevarán razón. Pero sólo hasta aquí. Porque fue durante esos años
universitarios de Morales cuando él y yo nos encontramos en la ciudad de la
Giralda. Por entonces, ya me había arrepentido del abandono de mis estudios y
estaba pensando en volver a Constanza para intentar rehacer mi vida. Fue
exactamente en la primavera del año 1979. Para entonces, Félix Morales había
publicado sólo un librito, “Manifiesto de la inocencia herida”. Yo había salido
a dar un paseo y oler el azahar por el Barrio de Santa Cruz. Entré en un bar a
tomar una cerveza. Y al entrar recibí el mayor impacto de mi vida. Allí, sentado
junto a un velador de mármol, hojeando un libro, estaba yo. Que se me entienda.
No estaba yo. Estaba mi sosías. Un joven exactamente igual que yo. Así me
pareció en un primer momento, pero lo atribuí a algún efecto de la luz. Quise
cerciorarme. Me acerqué a él y lo toqué en el hombro. Ya me inventaría una
excusa, pensé. Me miró y fue como mirarse en un espejo aterrado. Ambos dimos un
bote reflejo.
El resto de la tarde lo pasamos entre excitadas copas sucesivas e inmersos
en una apasionada conversación sobre el tema del doble. Félix y yo no teníamos
sólo en común nuestros físicos idénticos. También coincidíamos en muchos de
nuestros intereses. La literatura, entre ellos. A mí siempre me había gustado
la idea de escribir, pero nunca me atreví a hacerlo. A partir de entonces, la
necesidad de afrontar el reto me ofreció la oportunidad de cumplir mis
aspiraciones. Tengo que decir que nunca logré emular, ni de lejos, a mi
obligado modelo. Pero había algo que nos igualaba sobre toda otra cosa. El
hartazgo de nuestras respectivas vidas. Al filo de las doce de la noche,
bastante borrachos ambos, tuvimos a la par una idea que, dadas las
circunstancias, era tan obvia que resultó estúpida. Eso creo hoy, ya demasiado
tarde para dar ningún remedio a lo que hicimos. Intercambiamos nuestros
documentos de identidad, nuestras ropas y una información pobre pero suficiente
sobre nuestras vidas privadas. Y allá se fue él como si fuera yo y aquí quedé
yo como si fuese él.
Tras unos primeros momentos de euforia, en los que pensé que había hecho un
cambio rentable, me di cuenta de la embarazosa situación en la que me
encontraba. Al día siguiente, intenté encontrar a Félix por todos los medios.
Fue imposible. Pensé en ir a la policía, pero me dio miedo. Por mi condición de
extranjero y por haberme avenido a una suplantación de identidad podía dar con
mis huesos en la cárcel en el caso de que me creyesen. Y si no me creían, lo
que era lo más probable, podía terminar en un manicomio. Eso pensé. Así que
decidí asumir lo hecho. Comencé a asistir a la universidad y a perfeccionar mi
español. Quien no crea lo que estoy contando puede preguntar a la familia, los
amigos y la que era novia de Félix sobre su comportamiento de entonces. Un
constante fracaso académico, un estado depresivo, una actitud hosca, huraña,
mutismo pertinaz. Eso es lo que dirán. Pregunten, pregunten y verán. Con su
novia provoqué varias broncas y separaciones por miedo a que descubriese que yo
no era yo.
El tiempo fue arreglando la situación y, año y pico después, había
terminado la carrera y me había casado. Tuve que fingir que era escritor y así
lo hice. Publiqué poco. Y cuando publiqué, rara vez publiqué textos míos. Podrá
observarse que en esa época hay una gran irregularidad en los textos de Félix
Morales. Los buenos son suyos. Hay algunos malos. Los míos. Desde entonces, he
ido dando a la imprenta los manuscritos que él dejó en sus cajones. Este libro
es uno de ellos.
A lo mejor el lector piensa que todo lo que he contado es una invención,
tal vez inspirada en un sueño. Que mi verdadero nombre no es Timo Camenzind.
Que yo soy Félix Morales Prado realmente y el marinero suizo nunca existió.
Bueno. Por el bien de todos, sobre todo por el mío, dejaré en el aire esa duda.
Nota bene: Estas líneas constituyen la introducción a un libro inédito cuyo
nombre aún ignoro. En realidad, ni siquiera sé si será la introducción a ese
libro, ni si llegaré a publicarlo. Intuyo que en él se albergan aspectos del
alma de Morales que no sé si él querría que se aireasen. Si desde algún lugar
del mundo llega a leer esto, le pido que, por favor, se ponga en contacto
conmigo y me diga qué debo hacer. Al margen de tales circunstancias, mi pasión
por la verdad, auténtica aunque tanto tiempo postergada, me ha impulsado
a dar a la luz este texto antes de que sea demasiado tarde.
Timo Camenzind